Títulos de 2009: La maravillosa vida breve de Oscar Wao, de Junot Díaz


Junot Díaz, autor de La maravillosa vida breve de Óscar Wao
En las Olimpíadas de México de 1968, los afroamericanos Tommie Smith y John Carlos quedan primero y tercero respectivamente en la final de los 200 metros lisos. Cuando suena el himno nacional de EEUU en su honor, los atletas inclinan la cabeza y alzan sus puños enguantados en negro, mostrándose como miembros de los Panteras Negras.

El título-bluff o la decepción inesperada: La maravillosa vida breve de Oscar Wao, de Junot Diaz, Pulitzer del año y muy aplaudida, traducida para Mondadori por la cubana Achy Obejas. La trama no es ni de lejos penosa, es una revisión de la figura del caudillo latinoamericano, como han hecho tantos, Vargas Llosa o Gabriel García Márquez, aquí toma la figura del dominicano Trujillo. El protagonista, Oscar, es un nerd gordo adicto a las historietas de ciencia ficción, que vive con su familia en un suburbio neoyorquino. La madre y su cáncer de pecho, la hermana pendona y resabiada, los amigos que espabilan antes para «pillar jevitas»; el flash-back que recapitula sobre la historia familiar, el misterio del padre, la fabulosa jerga del clan, la maldición que pende sobre todos ellos, ese fukú, el desafío frontal a la muerte, sí, son ingredientes para un buen plato. El libro tiene momentos sobresalientes, pero es, qué sorpresa, cuando Junot Díaz adopta resuelto la herencia de García Márquez y lo real maravilloso, y la tendencia a considerarlo todo, el mundo y las psicologías, como pura actividad glandular cuando la novela se crece. Las tetas de la madre y su efecto sobre la población masculina de su tierra. De acuerdo, todas las chicas a los 14 años pasamos por esa calle antes o después; agradezcámosle a Junot que con tanto detalle nos recuerde que no estamos solas. Dónde está la decepción, entonces. Diría que en el conformismo que encierra el libro con el verdadero destino, y la verdadera «maravillosa vida» del escritor étnico que cumple con todas, sin dejarse ninguna, las expectativas que los gurús de las revistas y el mundillo literario neoyorquino pusieron en él. Pero ese tonillo elegíaco final, ese tono a lo narrador del Gran Gatsby, o de Las vírgenes suicidas (ellas o ellos murieron trágicamente y yo, que fui sensible e inútil testigo, ofrezco mi testimonio como despedida del territorio de juegos de la pubertad), ese rollo de joven y talentoso escritor que se redime de la mugre familiar o tribal gracias a la novela ultradetallada sobre la herida familiar es una actitud fraudulenta, de sumisión. Es normal que el sistema aplauda a quien se sacrifica de ese modo en el altar de los cultural studies. Me acuerdo de pronto de los Panteras negras, fugaz visión en la tele, recuerdos en diferido, demasiado niña para conformar un recuerdo lleno, pero ahí están ese puño y ese orgullo, esa amenaza sí es semilla.

Y, atención, porque esta autenticidad folclórica con ribetes cool de Junot Díaz –pongamos que me crié en cualquier gueto de Nueva York y ahora imparto clases de Creative Writing en una universidad de prestigio, donde los fondos estatales financian el porcentaje X de razas estipulado por la ley– es lo que las editoriales buscan como el petróleo nuestros abuelos en Nuevo México.

Algunos títulos de 2009; porque nuestro tiempo es oro: Tierras de Poniente


Sudáfrica

Creía que no había leído demasiado libros el año pasado, pero me puse a rebuscar títulos que rescatar y empezaron a brotar por todos lados. Leídos o releídos: no todo eran novedades. El favorito, el más brillante, el que más me ha impresionado, Tierras de poniente, de JM Coetzee, su primera novela. El texto tiene una belleza mineral, como En medio de ninguna parte. No me extrañó que Nadine Gordimer saludara la «aparición» de un escritor así. En su primera parte, «El proyecto Vietnam» parece adelantarse varias décadas a la última película de Brian de Palma, Redacted, sobre la locura desatada en la guerra, la locura que es la guerra y su obscenidad. Un protagonista medroso y prolijo, que sobrelleva una vida lacia junto a su mujer, embebida en sus ensimismamientos neuróticos, y el desorden final. La culpa, pero también la acusación contra los gobiernos de la época, el imperialismo, etc. Propone un juego de espejos, de espejismos. Pirandello está ya en la primera línea: «Coetzee me ha pedido que revise mi ensayo». Es gracioso que alguien dijera alguna vez que la novela ha muerto, ¿dijeron lo mismo cuando nació el cubismo? La mayoría de temas de Coetzee están presentes, los ha ido desarrollando libro a libro. Héroes que no tienen madera de héroes, que buscan un autor —Foe— o a un personaje –Elizabeth Costello en Slow Man— a la altura de los acontecimientos. En esta primera novela, JM Coetzee busca sus heterónimos: se pinta a sí mismo como hizo Faulkner tantas veces (ese cuento maravilloso, nuestro sureño favorito descubre su talento humorístico, La tarde de una vaca…, narrada por el asistente de Faulkner) como un tipo saludable «devorador de filetes», se busca también en ese (¿auténtico?) ancestro suyo, conquistador de las tierras de poniente, con las hechuras de un puritano que colma su ira vejando con ferocidad a las razas inferiores. Un personaje por encima de los acontecimientos es, en todo caso, ese Jacobus Coetzee, terrateniente colérico del siglo XVIII, que trama una venganza desproporcionada contra los aborígenes que lo ridiculizaron. No deja de parecerse al corpulento soldado americano que en Vietnam ensarta con su sexo a una casi-niña, hazaña recogida en fotografías, precuela de todas las imágenes celebratorias tomadas con un móvil en Irak.
Pensé en Coetzee cuando releí los últimos capítulos de El primer hombre, de Camus. El episodio en que el colono pied-noir cuenta que destrozó sus campos antes de abandonar Argelia: ¡porque si todo lo que Francia hizo en Argelia era malo, entonces había que eliminarlo! ¡no dejar ni rastro de nuestra presencia!… recordaba la escena de Desgracia en que, tras las violaciones y ataques, el negro reconquista gradualmente su territorio, despiadado, conforme con la lógica por la cual es dueño del territorio aquel que sabe otorgarle un sentido.
En Tierras de poniente, esta frase: «La letra impresa es el maestro severo con su látigo y leerla es una búsqueda llorosa de señales de piedad». Parece cifrar un proyecto.