Junot Díaz, autor de La maravillosa vida breve de Óscar Wao
En las Olimpíadas de México de 1968, los afroamericanos Tommie Smith y John Carlos quedan primero y tercero respectivamente en la final de los 200 metros lisos. Cuando suena el himno nacional de EEUU en su honor, los atletas inclinan la cabeza y alzan sus puños enguantados en negro, mostrándose como miembros de los Panteras Negras.
El título-bluff o la decepción inesperada: La maravillosa vida breve de Oscar Wao, de Junot Diaz, Pulitzer del año y muy aplaudida, traducida para Mondadori por la cubana Achy Obejas. La trama no es ni de lejos penosa, es una revisión de la figura del caudillo latinoamericano, como han hecho tantos, Vargas Llosa o Gabriel García Márquez, aquí toma la figura del dominicano Trujillo. El protagonista, Oscar, es un nerd gordo adicto a las historietas de ciencia ficción, que vive con su familia en un suburbio neoyorquino. La madre y su cáncer de pecho, la hermana pendona y resabiada, los amigos que espabilan antes para «pillar jevitas»; el flash-back que recapitula sobre la historia familiar, el misterio del padre, la fabulosa jerga del clan, la maldición que pende sobre todos ellos, ese fukú, el desafío frontal a la muerte, sí, son ingredientes para un buen plato. El libro tiene momentos sobresalientes, pero es, qué sorpresa, cuando Junot Díaz adopta resuelto la herencia de García Márquez y lo real maravilloso, y la tendencia a considerarlo todo, el mundo y las psicologías, como pura actividad glandular cuando la novela se crece. Las tetas de la madre y su efecto sobre la población masculina de su tierra. De acuerdo, todas las chicas a los 14 años pasamos por esa calle antes o después; agradezcámosle a Junot que con tanto detalle nos recuerde que no estamos solas. Dónde está la decepción, entonces. Diría que en el conformismo que encierra el libro con el verdadero destino, y la verdadera «maravillosa vida» del escritor étnico que cumple con todas, sin dejarse ninguna, las expectativas que los gurús de las revistas y el mundillo literario neoyorquino pusieron en él. Pero ese tonillo elegíaco final, ese tono a lo narrador del Gran Gatsby, o de Las vírgenes suicidas (ellas o ellos murieron trágicamente y yo, que fui sensible e inútil testigo, ofrezco mi testimonio como despedida del territorio de juegos de la pubertad), ese rollo de joven y talentoso escritor que se redime de la mugre familiar o tribal gracias a la novela ultradetallada sobre la herida familiar es una actitud fraudulenta, de sumisión. Es normal que el sistema aplauda a quien se sacrifica de ese modo en el altar de los cultural studies. Me acuerdo de pronto de los Panteras negras, fugaz visión en la tele, recuerdos en diferido, demasiado niña para conformar un recuerdo lleno, pero ahí están ese puño y ese orgullo, esa amenaza sí es semilla.
Y, atención, porque esta autenticidad folclórica con ribetes cool de Junot Díaz –pongamos que me crié en cualquier gueto de Nueva York y ahora imparto clases de Creative Writing en una universidad de prestigio, donde los fondos estatales financian el porcentaje X de razas estipulado por la ley– es lo que las editoriales buscan como el petróleo nuestros abuelos en Nuevo México.